11 de septiembre de 2025 – Jueves de la 23ª semana del OT
Homilía
Al leer estas recomendaciones de Jesús, casi nos dan ganas de decirle: «¡Pero no puede hablar en serio! ¿De verdad quiere que actuemos con tanta ingenuidad? ¿Que nos dejemos aplastar sin defendernos e incluso lleguemos a amar a quienes nos odian? ¿Es eso posible?”
Pero Jesús, aquí, en lo que en Mateo era el Sermón de la Montaña, pero que en Lucas es más bien el Sermón del Valle, no habla con imágenes. No cuenta parábolas que haya que descifrar. Establece muy claramente unas exigencias que no necesitan descifrarse, aunque sabemos que no es fácil cumplirlas.
Todo lo que Jesús nos recomienda hacer en este Evangelio: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a quienes nos odian, desear el bien a quienes nos maldicen, poner la otra mejilla a quienes nos golpean, no exigir pago a quienes nos roban, etc., no es en realidad nada extraordinario... ya que esto es lo que Dios hace por nosotros cada día. Seamos, pues, misericordiosos, como nuestro Padre celestial es misericordioso.
Volvamos por un momento a la historia de David. Tras su asombrosa victoria sobre el gigante Goliat, fue incorporado al ejército de Israel, bajo la autoridad del rey Saúl, y, de batalla en batalla, brilló cada vez más por sus hazañas, hasta el punto de despertar los feroces celos de Saúl, quien decidió eliminarlo y le declaró la guerra con tres mil hombres elegidos de todo Israel. David, perseguido, con muy pocas personas para defenderlo, tiene una oportunidad inesperada de matar a Saúl. No lo hace. ¿Por qué? Porque ha comprendido que Saúl es más grande que sus acciones. Sus acciones, incluso las más bajas y viles, no lo definen. No solo como ser humano que comete esas acciones es más grande que ellas, sino que, sobre todo, es el ungido del Señor.
La única manera de poder poner en práctica las recomendaciones de Jesús en este Evangelio es también ser plenamente conscientes de que cada persona que encontramos, sea cual sea su actitud hacia nosotros o hacia la sociedad, sigue siendo una persona creada a imagen de Dios, a la que Dios siempre ofrece su misericordia —como lo hace con nosotros— y una persona a la que Él ha elegido para continuar su obra en este mundo de una forma u otra.
No se trata de ser ingenuos y no reconocer como delito lo que es delito, como cobardía lo que es cobardía o como debilidad lo que es debilidad. No es esto lo que Jesús quiere decir cuando nos pide que no juzguemos. David, por ejemplo, no excusa la actitud de Saúl, sino que deja el juicio a Yahvé.
Si bien se nos permite reconocer las malas acciones como tales, e incluso tenemos el deber de denunciar la injusticia y utilizar todos los medios a nuestro alcance para defender la verdad cuando prevalecen las mentiras, lo cierto es que no sabemos lo que hay en el corazón de otras personas y que solo Dios es quien puede juzgarlo. El respeto por cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios y objeto de su amor misericordioso, exige que tengamos hacia ellas la misma actitud que Dios.
¡Es muy sencillo! Aunque nunca sea fácil.
Armand VEILLEUX