23 de agosto de 2021, lunes de la 21ª semana

1 Tes 1, 2-5. 8-10: Mat 23, 13-22

Homilía

          En el Evangelio de Mateo, la predicación de Jesús comienza con una serie de "bendiciones"; y uno de sus últimos grandes discursos antes de su Pasión comienza con una serie de "maldiciones", todas dirigidas contra los doctores de la Ley y los fariseos.  Cuando pensamos en la gran bondad y misericordia de Jesús hacia toda clase de pecadores, su severidad con los fariseos puede sorprendernos.

 

          A lo largo de la vida pública de Jesús, podemos ver una tensión continua y creciente entre Él y los fariseos. El origen de esta tensión no era que Jesús enseñara una vida moral más estricta que la de los fariseos.  Por el contrario, se puede decir que el código de conducta de los fariseos era más exigente que el de Jesús.  Lo que separaba -y separaba radicalmente- a Jesús de los fariseos era su enseñanza sobre Dios.  Jesús estaba más interesado en revelar quién era su Padre que en dar normas y reglamentos.

          El Dios de los fariseos es un Dios que ha establecido una serie de normas y preceptos.  Si conoces la receta y utilizas los ingredientes adecuados en tu vida, y si los mezclas y cocinas bien, tu salvación está asegurada.  Haces las cosas que se te han ordenado y, por ello, tienes derecho a recibir lo que se te ha prometido.  Esta forma de concebir la salvación sigue siendo una tentación, especialmente para los monjes y las monjas.  Este es el concepto contra el que Pablo (que estaba bien formado como fariseo) luchó toda su vida, desde el momento de su conversión.

          El Dios de Jesús -su Padre- no es un Dios que podamos comprar con nuestras buenas acciones, ni siquiera con la más virtuosa de las vidas.  Es un Dios de misericordia y amor.  La justificación y la salvación que quiere darnos no se basan en nuestras buenas obras y virtudes; se basan únicamente en su misericordia. 

          Sin embargo, el reproche que Jesús hace a los doctores de la Ley y a los fariseos en el Evangelio de hoy es, sobre todo, el de ser hipócritas, el de abusar de la sencillez del pueblo, el de manipular a la gente, enseñando como necesarios actos y actitudes que ellos saben que no lo son, pues no los practican ellos mismos. 

          En cuanto a nosotros, abramos nuestro corazón a un Dios que no está interesado en los derechos -ni en los suyos ni en los nuestros-, porque todo lo que hace por nosotros es un regalo totalmente gratuito, y porque no espera de nosotros algo que podamos deberle, sino un amor totalmente gratuito.

Armand Veilleux