8 de octubre de 2023 -- XXVII Domingo ordinario "A"

Is 5,1-7; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43

Homilía

            Entre los libros del Antiguo Testamento hay uno, el Cantar de los Cantares, que es enteramente un canto de amor, o una serie de cantos de amor. Aunque las mentes cartesianas han expresado a menudo su sorpresa al ver este tipo de poesía en la Biblia, los grandes místicos judíos y cristianos de todos los tiempos han visto en él una imagen de la relación amorosa entre Dios y su pueblo. Y muchos de estos místicos -San Bernardo, por ejemplo- la han comentado ampliamente. A lo largo de la Biblia se pueden encontrar otros ejemplos similares, y el canto del amado a su viña, que hemos escuchado en la primera lectura del profeta Isaías, es un buen ejemplo.

            Isaías escribía probablemente varios siglos antes que el autor del Cantar de los Cantares, y el propio Jesús retomaría la imagen de la viña varios siglos después. Lo hace en el Evangelio de hoy igual que en el del domingo pasado. El texto de Isaías retoma sin duda una canción popular, en la que el amado se queja de su viña, de la que esperaba buenas uvas y que sólo le dio malas. Pide a los habitantes de Jerusalén que actúen como jueces entre él y su viña, con la que se muestra extremadamente severo. Está claro que Isaías -o el autor de esta canción popular- no conocía aún lo bastante bien al Dueño de la viña. No conocía al Padre de Jesús.

            Con Jesús, el uso de la imagen es muy diferente. El dueño de la viña no tiene ningún problema con ella, sino con los viñadores a quienes se la ha confiado y que, en vez de dedicar toda su energía a hacer que dé buenos frutos, quieren aprovecharse de ella egoístamente y llegan a matar al mismísimo hijo del dueño de la viña. Evidentemente, esta parábola dirigida a los sumos sacerdotes y a los fariseos describe su propia actitud, tanto hacia el pueblo como hacia el propio Jesús, a quien pronto darían muerte.

            Y, sin embargo, incluso hacia ellos, la actitud de Jesús es muy distinta de la del amado del canto de Isaías. A Jesús no le interesa el castigo. Sólo le interesa ver fructificar su viña, su pueblo, su Iglesia. Cuando hace la pregunta: "Cuando venga el Maestro, ¿qué creéis que hará con esos viñadores?", sus interlocutores responden: "A esos miserables, los hará perecer miserablemente. Arrendará la viña a otros viñadores, que le darán el producto a su debido tiempo". En su reacción a esta respuesta, Jesús retoma sólo la segunda parte: "Se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que lo hará fructificar". No le interesa el castigo y menos aún la venganza.   Es más, no se trata de quitar el reino a los Judíos y dárselo a los Gentiles, como una lectura rápida y superficial podría hacernos creer. En realidad, la casa de Dios es y sigue siendo el pueblo elegido al que se han añadido las naciones. Las personas en cuestión son los pastores. Hay aquí una severa lección para cualquiera que ejerza un ministerio de cualquier tipo en el Pueblo de Dios. Este ministerio es para el bien del Pueblo y no para su propia satisfacción.

            Pero lo que aparece con más fuerza a lo largo de esta parábola es la necesidad de dar fruto. Y eso nos concierne a todos. No recibimos el mensaje del Evangelio simplemente para nuestra satisfacción personal o simplemente para salvarnos. Lo recibimos para dar fruto: fruto de justicia y rectitud, según el texto de Isaías. Juntos somos la Iglesia, y la Iglesia existe para el mundo. Preguntémonos, en el fondo de nuestro corazón, si, con nuestra forma de vivir, estamos ayudando a crear este reino de justicia y rectitud en nuestro mundo.

Armand Veilleux