10 de septiembre de 2023 - 23º domingo ordinario "A”

Ez 33,7-9; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20

Homilía

           En la Vida de san Pacomio (uno de los fundadores de la vida monástica en Egipto en el siglo IV), encontramos un texto muy interesante sobre las "visiones" y los "milagros". A unos hermanos que le preguntaron por sus visiones, Pacomio respondió: "¿Queréis que os hable de una gran visión? -- ¡No hay mayor visión que ver al Dios invisible en un hombre visible, es decir, ver a Dios en su hermano!” Y en cuanto a los milagros y las curaciones, esto es lo que les dijo: "Si un hombre está tan ciego que no puede ver la luz de Dios, y un hermano lo lleva a la fe, ¿no es eso curación? Si un hombre es tan mudo que no puede decir la verdad, o si es manco debido a su pereza para cumplir los mandamientos de Dios; en otras palabras, si un pecador es llevado al arrepentimiento por la ayuda de un hermano, ¿no es eso un gran milagro?"

           Este es el tipo de milagros que Jesús nos invita a realizar a todos, en el Evangelio de hoy.

           En la segunda lectura, San Pablo vuelve a decirnos lo que todos sabemos, pero que necesitamos oír una y otra vez: El que ama a su prójimo ha cumplido toda la ley. Pero para entender lo que Pablo quiere decir realmente, debemos prestar atención al contexto en el que escribe esta carta. Pablo invita a sus lectores a obedecer las leyes civiles, incluso cuando emanan de autoridades paganas, y a obedecer aún más los mandamientos de Dios, porque ésa es la forma de expresar nuestro amor hacia aquellos con los que formamos una nación, una Iglesia o una comunidad.

           El amor es exigente e implica responsabilidad. Entre otras cosas, el amor implica la responsabilidad de ayudar a los demás a crecer y, cuando sea necesario, de llevarlos a la conversión.

           El pasaje del Evangelio que acabamos de leer nos ofrece una visión de la vida interna de la primitiva comunidad cristiana y muestra cómo estos primeros cristianos expresaban su amor mutuo mediante la corrección fraterna. Si queremos comprender el deber de la corrección fraterna, nos será útil empezar por los últimos versículos de este pasaje del Evangelio. Nos muestran que estamos en presencia de una comunidad, de una Iglesia local, pues "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos", dice el Señor.

           Cuando un cierto número de personas se reúnen en una Iglesia, o en una comunidad particular, es con el propósito de vivir una forma particular de experiencia espiritual, según una disciplina particular, y para ayudarse mutuamente a crecer en el amor de Dios en ese contexto, e incluso por medio de ese contexto. Y como todos somos pecadores, esta situación exige una corrección fraternal.

           Una Iglesia o comunidad local no puede permitir que uno de sus miembros lleve una vida que esté en desacuerdo con lo que la comunidad representa. Pero la primera reacción ante una situación así, si se produce, no debe ser el rechazo o la desaprobación, sino el amor fraternal. En tales situaciones, no podemos evitar tomar decisiones claras en nombre del cuerpo que es la Iglesia. El Evangelio describe muy cuidadosamente los pasos a seguir si queremos actuar con un verdadero espíritu de amor y caridad. La auténtica corrección fraterna no tiene nada que ver con la denuncia ni con las iniciativas fanáticas.

           Dios quiere que todos los pecadores se arrepientan y vivan. Pero el gran misterio es que Dios ha elegido no ejercer su cuidado amoroso directamente hacia cada uno de nosotros, pecadores, sino hacerlo a través de otros seres humanos. En la primera lectura, escuchamos las severas palabras de Dios al profeta Ezequiel: "Si un pecador no se aparta de sus malos caminos porque tú no has hecho nada para disuadirle de sus malas acciones, morirá, y TÚ serás responsable de su muerte". Las palabras de Jesús en el Evangelio son igual de poderosas. Lo que ates en la tierra --al no hacer nada para ayudar a tu hermano a crecer o a arrepentirse-- quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra --al llevar a tu hermano al arrepentimiento-- quedará desatado en el cielo. Cabe señalar que este texto no habla de lo que llamamos "el poder de las llaves" otorgado a Pedro y afirmado unos capítulos antes. En este texto, Jesús se dirige a todos sus discípulos y les recuerda que 1) al no practicar la corrección fraterna, atamos a nuestro hermano en la situación en la que se encuentra y en la que permanecerá para siempre, y 2) al desatar a nuestro hermano, mediante la corrección fraterna, le damos la posibilidad de la salvación eterna.

           Evidentemente, se trata de una responsabilidad terrible, pero también de un misterio maravilloso: el hecho de que Dios haya elegido salvar a la humanidad, no sólo haciéndose hombre él mismo, sino a través del ministerio de otras personas humanas.

           Pidamos la gracia de ser fieles a tal vocación.

Armand VEILLEUX