3 de septiembre de 2023 -- 22º domingo "A"

Jeremías 20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27

Homilía

          Hace algún tiempo celebramos la fiesta de san Agustín. Uno de sus escritos más bellos y conocidos es, por supuesto, el Libro de las confesiones -- "confesiones" no tanto en el sentido de "confesión de pecados" como en el sentido de "confesión o proclamación de las maravillas de Dios" en su vida.

          Ahora bien, hubo un profeta del Antiguo Testamento que también nos dejó sus "Confesiones". De hecho, este es el título dado a una parte del libro de Jeremías, y precisamente la parte de la que está tomada la perícopa que hemos escuchado como primera lectura de esta Eucaristía.

          Jeremías es una de las figuras más patéticas del Antiguo Testamento. No tenía la naturaleza ardiente y poderosa que esperamos encontrar en un profeta. Era débil, extremadamente sensible y un poco depresivo. Y, en fidelidad a la misión que había recibido de Dios --una misión que intentó rechazar--, tuvo que entregar constantemente al pueblo un mensaje que éste no quería oír. A veces se sentía como si hubiera sido engañado por Dios, enredado en lazos de amor. Para describir la violencia con la que Dios había entrado en su vida, utiliza un lenguaje explícitamente sexual: "Me sedujiste, y fui seducido; me hiciste violencia (en hebreo: "me violaste"), y venciste".

          Si volvemos ahora al Evangelio, veremos que Jesús tuvo una experiencia similar. Tras la confesión de fe de Pedro en Cesárea de Filipo, que escuchamos en el Evangelio del domingo pasado, Jesús comienza a hablar a sus discípulos sobre su muerte. Más tarde también hablaría de ella a las multitudes; pero primero tenía que preparar a sus discípulos: "Jesús comenzó a decir abiertamente a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer... ser ejecutado y resucitar al tercer día".                      

          Hay, en esta frase del Evangelio, una palabra de gran importancia: el verbo debía. "Comenzó a decirles abiertamente que debía ir a Jerusalén...". La muerte de Jesús no fue algo que llegara a su vida desde fuera, como un accidente que sucede, como por casualidad. Esta muerte formaba parte de su destino, o, mejor dicho, de su misión. Tenía que morir. Jesús fue obediente a esta misión, obediente hasta la muerte, a pesar del miedo y la angustia que sentía.

          Luego, en la segunda parte del Evangelio, oímos a Jesús preparar a sus discípulos para que acepten también su muerte, con la misma actitud, la misma disposición: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz...". Debe estar dispuesto a perder su propia vida. Esto es mucho más que "hacer sacrificios". Muchas personas están dispuestas a "sacrificarse", pero no están dispuestas a entregarse. Pero eso es precisamente lo que pide Jesús.

          Si somos fieles a nuestra misión como cristianos y seguimos las huellas de Cristo, surgirán muchas ocasiones en las que tendremos que elegir entre: o actuar como los demás o morir a nosotros mismos, entre: o recibir la aprobación de la multitud o morir a nosotros mismos, entre: o seguir la corriente o morir a nosotros mismos. Entonces descubriremos, como Jesús, que debemos morir. Es un "deber", un aspecto de nuestra misión. En esta muerte reside la plenitud de la vida.

          Esto introduce en nuestra vida una tensión, un sentimiento de urgencia, que Jeremías expresa admirablemente en sus Confesiones: "Me dije: 'No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre'; pero en mi corazón había un fuego ardiente, preso en mis huesos...".

          Cuando nos sintamos tentados a refugiarnos en el silencio de la complicidad, cuando quisiéramos poder escapar a nuestra misión de testigos, que el amor de Cristo arda como un fuego abrasador en nuestros corazones y en nuestros huesos. Que el Pan que comemos en esta Eucaristía sea un fuego consumidor en nosotros, que nos proteja contra toda forma de cobardía o infidelidad y nos permita amar hasta la muerte.

Armand Veilleux