16 de agosto de 2022, martes de la 20ª semana "B

Ezequiel 28:1-10; Mateo 19:23-30

Homilía          

           En el Evangelio que habríamos tenido ayer, según el leccionario ferial, si no fuera por la solemnidad de la Asunción, el hombre que buscaba la perfección, pero que no estaba dispuesto a renunciar a sus grandes posesiones para seguir a Jesús, se fue triste.  Jesús aprovechó la ocasión para reflexionar ante sus discípulos sobre lo difícil que es para un rico entrar en el reino de los cielos.    Esto es difícil porque sólo los que son simples, es decir, los que tienen un corazón indiviso, pueden entrar en el reino.  El corazón del verdadero discípulo no puede estar dividido entre Jesús y cualquier otra cosa.  Ahora bien, las riquezas a las que podemos apegarnos y que pueden monopolizar nuestro corazón e impedir que se entregue totalmente a Dios pueden ser de varios tipos.  Puede ser una gran riqueza material; pero esta riqueza también puede ser intelectual, como la sed de acumular conocimientos.  Puede ser emocional, como la necesidad de poseer a otra persona o la necesidad de ser amado por todos.  Puede ser la necesidad de ejercer el poder sobre los demás de mil y una maneras. 

           No olvidemos que el sentido de cada una de las renuncias que implica el compromiso con la vida monástica es favorecer esta simplicidad, esta no división del corazón.  Digo "favorecer" esta simplicidad...  Porque no se puede conseguir con medios humanos.  Es siempre un puro don de Dios: "Para el hombre -dice Jesús- es imposible, pero para Dios todo es posible.  Sin embargo, el hombre debe estar preparado para ello, y éste es el sentido de las renuncias monásticas.

           Habiendo hecho estas renuncias en el momento de nuestra profesión monástica, podemos tener ganas de preguntar con Pedro: "¿Qué obtendremos a cambio?"  La pregunta está mal planteada, pues el verdadero amor no espera nada a cambio.  Y, sin embargo, aunque la pregunta esté mal planteada, Jesús la responde; y lo hace con una maravillosa generosidad.  ¡No! nuestras renuncias no merecen nada a cambio; pero a estos pequeños gestos de amor Dios responde con un amor totalmente gratuito, ¡cien veces!

           Y la gratuidad de esta respuesta de amor por parte de Dios se subraya de otra manera por el hecho de que este amor anula todos los rangos de antigüedad o virtud, tan importantes para nosotros.  ¿Primero o último? Ya no importa en el Reino y especialmente en el corazón de Dios.