20 de febrero de 2022 - 7º domingo "C

1 Sam 26:2...23; 1 Cor 15:45-49; Lc 6:27-38

Homilía

            Cuando leemos estas recomendaciones de Jesús, casi tenemos ganas de decirle: "¡Pero no puedes hablar en serio!  ¿De verdad quieres que actuemos con tanta ingenuidad? ¿Dejarnos aplastar sin defendernos e incluso amar a los que nos odian? ¿Es eso posible?"

            Pero Jesús, aquí, en lo que en Mateo era el Sermón de la Montaña, pero en Lucas es más bien el Sermón de la Llanura, no habla con imágenes.  No cuenta parábolas que haya que descifrar.  Plantea exigencias muy claras que no necesitan ser descifradas, aunque sabemos que no es fácil conformar nuestra vida a ellas. 

            La primera lectura nos dio un ejemplo de perdón magnánimo, el de David hacia Saúl.  Por otra parte, Pablo, en su carta a los Corintios, de la que hemos leído, nos da la base teológica para entender el mensaje de Jesús.  Aunque hayamos sido amasados de la tierra, según el lenguaje simbólico del Génesis, fuimos creados a imagen de Dios, con una semilla de vida divina en nuestro ser, y la capacidad de vivir en comunión amorosa con Dios.  El pecado ha roto esta armonía.  Una vez rota la unidad en nuestro propio ser, se interrumpió nuestra comunión con Dios.  Nos hemos convertido en sus enemigos.  Pero Dios, que es rico en misericordia, quiso permitirnos restaurar la unidad perdida.  Nos envió a su Hijo, nacido como nosotros de la tierra, pero imagen consustancial de su gloria, para permitirnos reavivar en nosotros la llama de la vida divina, dejándonos reconfigurar poco a poco a imagen de su Hijo.

            Todo lo que Jesús nos recomienda hacer en este Evangelio: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos odian, desear el bien a los que nos maldicen, poner la otra mejilla al que nos pega, no reclamar al que nos roba, etc., no es en realidad nada muy extraordinario... ya que esto es lo que Dios hace por nosotros todos los días.  Así que seamos misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso. 

            Volvamos por un momento a la historia de David. Tras su asombrosa victoria sobre el gigante Goliat, David se integró en el ejército de Israel, bajo la autoridad del rey Saúl, y de batalla en batalla, brilló cada vez más con sus hazañas, hasta el punto de despertar los feroces celos de Saúl, que decidió eliminarlo, y fue a la guerra contra él con tres mil hombres elegidos entre todo Israel.  David, perseguido, con muy poca gente para defenderlo, encuentra una oportunidad inesperada para matar a Saúl.  No lo hace.  ¿Por qué no lo hace?  Porque entiende que Saúl es más grande que sus acciones.  Sus acciones, incluso las más bajas y viles, no son él.  No sólo es, como ser humano que comete estas acciones, más grande que ellos; sino que sobre todo es el ungido del Señor.

            La única manera de poner en práctica las recomendaciones de Jesús en este Evangelio es también ser conscientes de que cada persona que encontramos, sea cual sea su actitud hacia nosotros o hacia la sociedad, es siempre una persona creada a imagen de Dios, a la que Dios ofrece siempre su misericordia -como a nosotros- y a la que ha elegido para continuar su obra en este mundo de una manera u otra.

            No se trata de ser ingenuo y no identificar como delito lo que es delito, como cobardía lo que es cobardía, o como debilidad lo que es debilidad.  Esto no es lo que quiere decir Jesús cuando nos pide que no juzguemos.  David, por ejemplo, no disculpa la actitud de Saúl, sino que deja el juicio a Yahvé. 

            Si nos es lícito reconocer como malo lo que es malo; si es incluso nuestro deber denunciar la injusticia y tomar todos los medios para hacer prevalecer la verdad donde reina la mentira, lo cierto es que no sabemos lo que hay en el corazón de los demás y que sólo Dios es el juez.  El respeto a cada persona, creada a imagen de Dios y objeto de su amor misericordioso, exige que tengamos hacia ella la misma actitud que tiene Dios.

            ¡Es muy sencillo! --- aunque nunca sea fácil.

Armand VEILLEUX