12 de febrero de 2024 - Lunes de la 6ª semana del tiempo ordinario

Sant 1,1-11; Mc 8,11-13

Homilía

          Después de la curación del sordomudo en tierras paganas, relatada en el pasaje del Evangelio que leímos el viernes pasado, y de la segunda multiplicación de los panes, relatada en el Evangelio del sábado, Jesús volvió a la tierra de Israel. Inmediatamente se enfrentó de nuevo a los fariseos, que seguían intentando atraparlo engañándolo. Esta vez le pidieron una señal del cielo.

          Cuando leemos estas palabras, pensamos inmediatamente en un milagro. Los fariseos pedirían un milagro. En realidad, nuestro concepto de "milagro" no existe en la Biblia. Pretendemos conocer lo que llamamos las "leyes de la naturaleza" y consideramos un "milagro" todo lo que sucede y no respeta estas leyes de la naturaleza. Para el hombre de la Biblia, no existe ninguna ley de la naturaleza. Todo está sometido directamente a la voluntad de Dios. Y cuando sucede algo extraordinario, como una curación, se trata simplemente de una manifestación maravillosa de la bondad y el amor de Dios. Se habla entonces de "prodigios", de las obras maravillosas de Dios para con los hombres.

          La Biblia habla de "señales", pero éstas son muy distintas de los milagros, tal como los entendemos nosotros. Todo el Evangelio de San Juan está construido en torno a una serie de signos que van acompañados de palabras. Estos signos son revelaciones, apocalipsis, que manifiestan diversos aspectos de la grandeza y la bondad de Dios.

          Lo que piden los fariseos es otra cosa. Quieren algo extraordinario que demuestre que Jesús es un verdadero profeta. Pero Jesús no tiene nada que demostrar. Nunca realiza una curación para demostrar nada. Cuando lo hace, no es para demostrar quién es; siempre es por bondad, por misericordia, por amor a la persona enferma. Y cuando hace lo que San Juan llama su "primer signo", es decir, cuando convierte el agua en vino en Caná, no es para demostrar su poder, es simplemente para permitir que los invitados continúen la fiesta y estén alegres.

          Nuestra vida cotidiana está llena de signos del amor que Dios nos tiene. Acostumbrémonos a ver esos signos y a identificarlos por lo que son. No intentemos, como los fariseos, ver lo que sucede como una "prueba" de que Dios existe o como indicaciones cifradas de lo que Dios quiere que hagamos. No seamos de la generación de la que Jesús dijo: "No se dará ninguna señal a esta generación". Y, sobre todo, que no se diga de nosotros como de los fariseos: "... los dejó y... se fue al otro lado".

          Al instituir la Eucaristía, Jesús hizo del pan y del vino y de la comida que se comía en memoria suya un signo de su amor por nosotros y de la comunión que debe unirnos entre nosotros y con todos nuestros hermanos. Maravillémonos ante este "signo" y no busquemos ningún otro.

Armand Veilleux