13 de diciembre de 2023 - Miércoles de la 2ª semana de Adviento

Isaías 40, 25-31; Mateo 11, 28-30

Memoria de santa Lucia

Homilía

El Evangelio que acabamos de leer incluye varios puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, que son muy interesantes y sumamente reveladores.

Jesús invita a todos a llevar su yugo sobre los hombros y a hacerse discípulos suyos porque, dice, "soy manso y humilde de corazón".

Los pequeños, los humildes, ocupan un lugar muy especial en el Evangelio. El Padre les tiene un amor preferencial. María es uno de estos pequeños, y así lo proclama al comienzo del Magnificat: "Mi alma exalta al Señor... porque se ha acordado de la humildad de su esclava". La palabra griega utilizada aquí (tapeinôsin) se traduce de distintas maneras en las diversas traducciones de la Biblia: humildad, bajeza, condición humilde. Pero es el adjetivo correspondiente que Jesús utiliza en el Evangelio de hoy cuando dice que es manso y "humilde" (tapeinos) de corazón. Y es la misma palabra que usa María más adelante en su Magnificat, cuando dice que el Señor ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha exaltado a los "pequeños", a los humildes (tapeinous).

Cuando Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los pequeños lo que estaba oculto a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos. Y no eran niños ingenuos. Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía hacer dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían guiar su barca por el lago y echar la red. Lo habían dejado todo para convertirse en discípulos de Jesús. Cuando Jesús les invita -y nos invita- a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil o a un tipo de espiritualidad infantil. Nos está invitando a una forma muy exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirle como discípulos, y por tanto a renunciar a todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente a nuestra sed de poder, del mismo modo que sus discípulos renunciaron a todo para seguirle.

La gran característica de los niños es su impotencia. Un niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto. Pero como aún no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es impotente. En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer el poder y el control: sobre nuestra propia vida, por supuesto, luego sobre otras personas, luego sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios. Esto es a lo que Jesús nos pide que renunciemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.

Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestro afán de poder en los distintos aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder. Contemplemos entonces a nuestro Señor, que no vino como un rey poderoso en su trono, sino como un profeta humilde e impotente montado en un burro.

Contemplemos también la humildad de su sierva santísima, su madre, y con ella cantemos con renovada alegría y esperanza: "Derriba a los poderosos de sus tronos, levanta a los humildes". Y que un día cantemos juntos por los siglos de los siglos: "Bendito sea el Dios de Israel, porque se ha fijado en la humildad de sus siervos."

 

Armand Veilleux