24 septiembre 2023

Is 55,6-9; Fil 1,20c-24-27; Mt 20,1-16ª

 

Homilía para el 25º domingo del tiempo ordinario, año “A”

            El presente pasaje evangélico no es un tratado de justicia social. No habla del justo salario que hay que pagar a los obreros asalariados, sino que se refiere a los paganos que acogerán la Buena Nueva y entrarán los primeros en el Reino mientras que los judíos, en su mayor parte, rechazarán esta Buena Nueva. Los Padres de la Iglesia descubrieron aquí tal número de aplicaciones alegóricas que también nos permite a nosotros aplicarlo alegóricamente a nuestra situación actual.

            La enseñanza principal de este texto es que Dios es bueno, generoso y misericordioso; y que todo lo que recibimos de Él es puro don gratuito. Cada vez que pensamos merecer algo o haber adquirido ciertos derechos, nos equivocamos. Esto vale para nuestra relación con Dios, para nuestra relación con los hermanos de nuestra comunidad; vale también para todas nuestras demás relaciones interpersonales.

            Cuando nos encontremos, cada uno de nosotros, con nuestro Creador, al desembarcar en la otra Orilla, el hecho de que le hayamos servido fielmente en la vida monástica durante cincuenta años o 10 o 10 días no marcará la diferencia. Lo que contará entonces será la intensidad de nuestro amor en ese momento. Tampoco importarán los errores y las bobadas que hayamos podido hacer a lo largo de esta vida, lo mismo que los cargos humildes o brillantes que hayamos podido brindar a nuestras comunidades o a la Orden. Para cada uno de nosotros, la invitación a entrar en el Gozo de nuestro Padre será pura gratuidad. Lo cual no es una invitación al descuido y a la pereza, sino más bien a hacer todo con una total gratuidad, por amor, y no con la finalidad de adquirir méritos y menos aún para evitar castigos.

            Por nuestra vocación monástica cenobítica, nuestras comunidades están llamadas a ser lugares de la presencia de Dios, signos de su amor gratuito hacia sus hijos e hijas. Aunque seamos tres, treinta o trescientos en una comunidad, es el mismo amor de Dios el que nos ha reunido, el mismo amor de Dios que quiere manifestarse a través de nuestra vida cotidiana, el mismo amor de Dios que desea transformar el universo transformándonos gradualmente a su imagen. Este testimonio es el mismo, aunque nuestra comunidad tenga un año, diez o mil años de existencia. Lo demás es vanidad de vanidades, como diría el Eclesiastés.

            Nuestra segunda lectura de esta mañana está sacada de la carta de Pablo a los Filipenses, una carta muy bella y de cierto frescor. Filipos fue la primera ciudad de Europa que recibió el mensaje cristiano, durante el tercer viaje misionero de Pablo. Era una pequeña comunidad cristiana, con la que Pablo, el apóstol de los Cristianos de la última hora, conservó un hermosa relación, comparable a la de Jesús con Marta, María y Lázaro, otra pequeña comunidad (cuya gran precariedad se manifestó con la muerte de Lázaro). En su carta, escrita en cautividad, Pablo habla en un tono personal, incluso íntimo. Aunque esté preso, es un hombre feliz.

            En el momento de escribir, Pablo había comparecido ante el tribunal, aunque todavía no había recibido la sentencia. Esta sentencia podría ser la de su liberación o la de su ejecución. Se admite generalmente que se trataba de la cautividad de Pablo en Éfeso, y no de su última cautividad en Roma. No era, pues, un anciano, sino que estaba más bien en la plenitud de la edad, hacia el final de sus cuarenta o comienzo de sus cincuenta. Era un hombre que, a lo largo de los años, a través del sufrimiento y las luchas, había adquirido una buena dosis de conocimiento de sí mismo y era capaz de reconocer los diferentes deseos –a veces contradictorios- de su corazón.

            Desbordaba de gozo con el pensamiento del amor de Cristo por él. Deseaba morir y estar con Cristo para siempre. Pero también sabía que Cristo era su vida, incluso aquí en la tierra. Deseaba continuar predicándole, y permanecer junto a sus amigos, especialmente los Filipenses. No sabía si debía preferir morir para estar con Cristo o vivir para anunciarle. Sin embargo, sabía que, de un modo u otro , Cristo sería exaltado en él.

            Pablo es un hombre feliz porque es libre –libre del miedo, libre de ambiciones personales, libre de todo lo que no es Cristo. Si queremos que nuestras vidas personales y la de nuestras comunidades rebosen con este mismo gozo y que manifiestan la presencia de Cristo, debemos pedir la gracia de esta gran libertad interior, como la de Pablo, que nos disponga tanto a desaparecer para estar unidos a Él, como a continuar trabajando para hacerle presente en nuestro mundo de hoy.

            Nada es mérito y nada es tragedia. Todo es gracia.

Armand VEILLEUX