05 de junio de 2021 Sábado, 9ª semana Orden impar

Tob. 12, 1.5-15.20; Mc 12, 38-44

Homilía

Al final de la novela de Camus La peste, el doctor Herou, que había atendido generosamente a las víctimas durante toda la epidemia y cuyo valor fue alabado, dice que sólo había cumplido con su deber, lo que cualquier hombre honesto habría hecho en la misma circunstancia, siendo tan normal para un médico atender a los enfermos... como lo es para un maestro enseñar que dos y dos son cuatro.

 

Más cerca, tenemos el testimonio de los médicos y de todo el personal de nuestros hospitales, que se dedican a atender a las víctimas del COVIV-19, a riesgo de contraer el virus. Muchos han dado su vida.

Encontramos algo similar en el libro de Tobías que hemos estado leyendo en la Eucaristía durante la última semana y que estamos terminando hoy. Al principio del libro vimos cómo Tobías arriesgó su vida enterrando a los muertos, y hoy oímos a Rafael, el mensaje de Dios, decirle: "Cuando rezaste con lágrimas, cuando dejaste tu comida para enterrar a los muertos, cuando escondiste a los muertos en tu casa durante el día, para enterrarlos por la noche, presenté tu oración al Señor... "

La santidad, como el heroísmo, no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino simplemente en seguir cumpliendo con el deber cotidiano, aunque las circunstancias hayan cambiado, incluso de forma dramática.

La viuda del Evangelio también tiene algo en común con Tobías. Ella dio, dice Jesús, todo lo que tenía para vivir.  Como la otra viuda, la de Sarepta, que sólo tenía un puñado de harina y unas gotas de aceite e iba a hacer una torta para que ella y su hijo pudieran comerla antes de morir, y que se lo dio todo al profeta de Dios. 

¿Quién es esta viuda? ¿No es el mismo Jesús quien se hizo pobre por nosotros; quien, estando en forma de Dios, se despojó de sí mismo, se hizo obediente hasta la muerte.  Dio todo lo que tenía: su cuerpo y su sangre, su vida y su muerte.  ¿No es esta viuda también María, que también dio todo lo que tenía. El día de la Anunciación, ella dio su palabra a Dios, y recibió la Palabra de Dios.  Ella entregó a su hijo en el Monte Calvario.  Ella dio más que todas las madres, todos los maridos, todas las viudas.

Nosotros también somos llamados a darlo todo, como la viuda del Evangelio, particularmente en la vida comunitaria. Cuando empezamos a contar lo que tenemos, lo que hacemos, lo que damos, somos perdidos. 

Recibimos el céntuplo, la gracia de la alegría profunda, de la libertad del corazón, solamente cuando aceptamos de darnos a nosotros mismos a Dios a través de la comunidad.  Hasta el punto de no reservar nada para nosotros, de no conservar ni aún una puerta de salida.  Cuando no hemos dejado ninguna posibilidad de hacer marcha para atrás en este don de nosotros mismos, cuando hemos quemado nuestras naves e cortado los puentes, es cuando Dios, misteriosamente, entra en nuestra vida, como en caso de la viuda del Evangelio, de la viuda de Sarepta y de Tobías.

Ojalá tengamos todos esta misma gracia.