30 de julio de 2021 -- Viernes de la 17ª semana del tiempo ordinario

Lev 23:1, 4-11. 15-16. 27. 34-37; Mateo 13:54-58

Homilía

           A la edad de treinta años, Jesús había dejado su pueblo natal de Nazaret en Galilea para ir a Judea.  La razón inmediata no se da en el Evangelio.  En cualquier caso, en aquella época había, como siempre, un movimiento de personas hacia Jerusalén, la capital, especialmente desde el interior de Galilea.  Jesús está en Jerusalén en el momento en que toda Jerusalén baja al río Jordán, en la región de Jericó, para ser bautizada por Juan.  Él mismo se bautiza y escucha la voz del Padre: "Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco".  Entonces Juan dice a sus discípulos: "Este es el Cordero de Dios".  Varios discípulos de Juan se unen a Jesús y éste llama a otros.  Después de un ayuno de cuarenta días en el desierto, parte de nuevo hacia Galilea, donde predica y cura a los enfermos primero en la gran ciudad de Cafarnaúm.  Finalmente, un día regresó a su pueblo y comenzó a enseñar en la sinagoga.  Esto es una sorpresa para todos.  Esta sorpresa muestra que hasta ese momento nada en la vida de Jesús en Nazaret lo había distinguido.  Sin duda había celebrado fielmente con sus padres y parientes todas las fiestas del año mencionadas en la lectura del Libro del Levítico que acabamos de escuchar. Probablemente también había asistido regularmente a la sinagoga local para escuchar las enseñanzas de los doctores de la Ley. Por eso, cuando empezó a predicar y a curar a los enfermos, la gente se preguntaba: "¿De dónde ha sacado esa sabiduría y esos milagros?

           La gente de Nazaret pensaba que lo sabía todo sobre Jesús porque conocía todos los detalles externos de su vida.  Lo conocían como el hijo del carpintero del pueblo, conocían a su madre y a todos los demás miembros de su familia.  No podían imaginar que había más en Él de lo que parecía.  Menos aún podían imaginar que Dios le había encomendado una misión especial.  Su falta de fe le impidió realizar muchos milagros para ellos, ya que los milagros de Jesús solían consistir en hacer fructificar la fe de los que se acercaban a él. 

           ¿Y qué hay de nosotros mismos y de nuestra actitud hacia aquellos con los que vivimos o nos encontramos?  Sabemos mucho de nuestras hermanas o hermanos.  Los hemos visto en directo durante mucho tiempo.  Conocemos sus cualidades, y probablemente aún mejor sus defectos.  Por desgracia, no conocemos todo el potencial de crecimiento que hay en ellos.  No vemos su capacidad de conversión.  Por eso, cuando se produce en ellos un crecimiento humano y espiritual, nos decimos: "¿Qué puede estar pasando?  -- ¿De dónde saca eso? -- y entonces a menudo no permitimos que se produzca el milagro de la transformación o el crecimiento o, al menos, que dé frutos.

           En una comunidad, y tal vez más en una comunidad de clausura, menos bombardeada por las novedades diarias, retenemos fácilmente el recuerdo de lo que eran nuestras hermanas o hermanos hace un año, o hace cinco, o hace diez, y no siempre vemos lo que la gracia ha hecho en ellos a lo largo de los años.  "¡Siempre es así! Me lo hizo el día de Pascua, hace cuatro años!..."

           La fe en Dios, para ser verdadera, debe ir acompañada de la fe en el otro.  Pidamos a Dios que nos permita ver todas las posibilidades de crecimiento que ha puesto en nuestros hermanos y hermanas.  Pidámosle tener en ellos la fe que permita que se produzcan todos los milagros de conversión y crecimiento.

Armand VEILLEUX