19 de julio de 2021 - Lunes de la 16ª semana del tiempo ordinario

Éxodo 14:5-18; Mateo 12:38-42

Homilía

            El profeta Jonás fue enviado por Dios a los paganos de Nínive.  Pero no quería la misión, así que huyó a Tarsis.  Esta huida le conduce -y a sus compañeros de viaje- a una terrible tormenta.  En medio de esta tormenta reconoce su pecado y acepta -incluso pide- ser arrojado al mar.  Luego emprende un viaje de soledad, del que el vientre de la ballena es un símbolo, y finalmente emprende su misión de predicación.  Sin embargo, sigue siendo inconcebible para él que una ciudad pagana se convierta, y no está contento con su conversión.  Dios finalmente le hace comprender, a través de la imagen de la planta que crece en un día y muere con la misma rapidez, todo el amor misericordioso que tiene por la ciudad pagana de Nínive así como por el Pueblo de Israel.

 

            A todo esto se refiere Jesús cuando dice a los escribas y fariseos -a los que llama generación malvada y adúltera- que la única señal que se les dará es la de Jonás.  No se trata simplemente de ver la estancia de tres días en el vientre de la ballena y su salida como un signo de la Resurrección.  Hay más, pues Jesús continúa hablando de la conversión del pueblo de Nínive y de la venida de la reina de Saba para escuchar la sabiduría de Salomón.  Este es un mensaje universalista.  La salvación es para todas las naciones.

            San Pedro Crisólogo (obispo de Rávena a principios del siglo V) tiene un hermoso comentario sobre este texto en el que muestra con detalle cómo la historia de Jonás se cumple en Jesús.  Afirma con valentía que Jesús también huyó del rostro de Dios, citando el hermoso texto del capítulo 2 de la Epístola a los Filipenses.  El que estaba en la condición divina, huyó de esa condición para hacerse hombre.  Descendió a nuestras profundidades, se aniquiló -se vació- para convertirse en uno de nosotros.  El Padre lo resucitó de entre los muertos y su mensaje llegó a todo el mundo.

            A menudo somos como los escribas y fariseos, pidiendo a Dios señales.  También somos a menudo como Jonás, negándonos a acudir a aquellos de nuestros hermanos que consideramos que pertenecen a otra categoría, a otra clase, a otro grupo. Entonces, a veces Dios nos recupera llevándonos a través de la tormenta y la soledad de un fracaso temporal.  Seamos más bien como la Reina de Saba, que no duda en ponerse en camino, en dejar nuestros caminos trillados, nuestras certezas y nuestras ilusiones para ir a escuchar la Sabiduría de Dios: esta Sabiduría que se nos ofrece siempre a través de la escucha y la meditación de su Palabra.

            Así volveremos siempre al corazón del Signo de Jonás: no hay plenitud de vida sin pasar por la muerte.  Debemos morir constantemente a nosotros mismos para que Cristo nazca -y resucite- cada vez más en nosotros.