18 de mayo de 2021 - Martes de la 7ª semana de Pascua

Hechos 20:17-27; Jn 17:1-11a

Homilía

A partir de hoy y durante los dos próximos días, leeremos como lectura del Evangelio la larga oración de Jesús a su Padre al final de la última cena de Pascua que tuvo con sus discípulos. Esta oración, a menudo llamada "oración sacerdotal" de Jesús, constituye todo el capítulo 17 del Evangelio de Juan. Le sigue, en el capítulo 18, el arresto de Jesús, que introduce el relato de su Pasión.

 

Del mismo modo, en la primera lectura, hoy y mañana, leemos el relato del encuentro de Pablo en Mileto con los ancianos de la Iglesia de Éfeso, a quienes anuncia que parte hacia Jerusalén, donde tendrá que sufrir. Y la lectura del jueves describirá su arresto en Jerusalén.

En su Carta, que leímos el domingo pasado, San Pedro recuerda a los primeros cristianos que si sufren por ser cristianos, deben alegrarse, por dos razones.  En primer lugar, porque así participan en los sufrimientos de Cristo y, en segundo lugar, porque esto les reportará alegría y gozo el día en que se manifieste la gloria de Cristo.  Los Hechos de los Mártires de la Iglesia primitiva nos dan muchos ejemplos de hombres y mujeres que van con alegría a la muerte por fidelidad a Cristo.  ¿De dónde sacaron su fuerza y su valor?      

Esta valentía y esta fuerza la sacaron de su fe en Cristo, por supuesto, pero de una fe compartida en la Iglesia.  Fue su pertenencia a una comunidad de creyentes lo que dio a su fe esta fuerza.  Y esta comunidad de creyentes encontró su unidad y cohesión en la oración.  El texto de los Hechos de los Apóstoles nos muestra a la comunidad primitiva en oración con los Apóstoles y en torno a María.  ¿No es ésta la dimensión más esencial de la Iglesia?

El mensaje evangélico de Jesús se dirige a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.  Es a cada uno en particular a quien Jesús dirá, en el juicio final: "Tuve hambre y me disteis de comer... o no me disteis de comer. Estuve en prisión y me visitaste... o no me visitaste".  Es una obligación personal de cada uno.  La Iglesia, como tal -la Iglesia como sacramento visible de la salvación- tiene también otra misión: ser la manifestación visible (sacramental) de la salvación bajo el signo de la comunión visible, en la fe, la caridad y la esperanza.  Y esta comunión visible es ante todo una comunión en la oración.  No es casualidad que la primera comunidad cristiana de Jerusalén se nos muestre en los Hechos de los Apóstoles como una comunidad en oración, en torno a María, la Madre de Jesús, antes incluso de ser una comunidad de intercambio y una comunidad misionera que anuncia la Buena Noticia.

¿Dónde aprendieron a rezar los primeros cristianos? -- Del ejemplo de Jesús mismo.  Había sido muy discreto a lo largo de su ministerio sobre su relación personal con su Padre.  Sin embargo, al acercarse su muerte, quiso introducir a sus discípulos más cercanos en el misterio de esta oración.  Había llevado a Pedro, Santiago y Juan al Monte de la Transfiguración y al Huerto de la Agonía.  Sobre todo, había abierto su corazón y su oración de par en par a sus discípulos durante la Última Cena, rezando en voz alta a su Padre ante ellos.  

Ha llegado su hora.  Esta hora no había llegado todavía cuando María depositó a su Hijo en un pesebre, dándolo simbólicamente como alimento, porque no había lugar en el "aposento alto" (y no en la "posada" como suele traducirse erróneamente). Todavía no había llegado esa hora en el momento de las bodas de Caná, y cuando los dirigentes del pueblo querían apresarlo.  Ahora ha llegado esa hora.  Es la hora de su glorificación, la hora de su triunfo sobre la muerte a través de la muerte.  Es también la hora del Espíritu que enviará a su Iglesia el día de Pentecostés. 

Preparémonos en la próxima semana para recibir este Espíritu en plenitud.  Pidámosle que nos transforme en una comunidad de oración verdaderamente ferviente, de la que todos saquemos la fuerza para ser auténticos testigos de Cristo, cada uno en su medio, y, si es necesario, no sólo para sufrir en su nombre, sino para encontrar nuestra alegría en este sufrimiento, que no es más que una prenda de la alegría eterna que nos está prometida y reservada.

Armand VEILLEUX